Salieron de sus pueblos y sus países en busca del sueño americano y encontraron un muro de Berlín. Arriesgaron todo por sus familias y en el camino terminaron por perder lo que más les importa: hijos, esposas, madres. Son personas rotas, perdidas, ausentes, a las que las leyes migratorias de Estados Unidos, el peligroso cruce por México, y la pobreza de sus comunidades de origen los separan de sus seres queridos.
Por: Daniela Pastrana
Foto: Ximena Natera
Es delgada y pequeña. No rebasa el 1.60. La habitación en la que duerme –en el segundo piso del albergue para veteranos deportados que creó Héctor Barajas–, tiene una cama con un oso de peluche que ella misma confeccionó y una mesa para cuatro personas. La sonrisa que a veces asoma en su rostro nunca llega a sus ojos, oscuros y con marcadas ojeras. Se llama Yolanda Varona y tiene prohibido, de por vida, entrar a Estados Unidos, el país donde trabajó 16 años y donde viven sus dos hijos y tres nietos.
– Vives en un estado de nada, como loquita. Te sientes incompleta, no puedes estar en ningún lado y no sabes cómo será el día siguiente.
Es octubre en Tijuana. Durante tres meses, hemos recorrido albergues para migrantes de la Ruta del Pacífico, recolectando testimonios de familias separadas por las leyes migratorias, por la violencia y por la miseria. Son historias que se repiten, de hombres y mujeres que salieron de sus pueblos y sus países en busca del sueño americano y encontraron un muro de Berlín. Que arriesgaron todo por sus familias y en el camino terminaron por perderlas.
Ahora son personas rotas, perdidas, ausentes.
− Sin los hijos se siente uno vacío – nos dijo, apoltronado en un sillón del albergue de Irapuato, un salvadoreño que fue lanzado del tren en marcha y se quedó varado sin un brazo en Celaya, Guanajuato, cuando intentaba reencontrarse con su familia en Miami.
Y es peor si te los arrebatan. Más que vacío quedas como vaciado. “Semiloca”, dice Yolanda.
I. Los que se quedan en el camino
La Casa del Migrante de Irapuato es una construcción de dos pisos que se ubica a un kilómetro de las vías, en una colonia de clase media. Los voluntarios del albergue, que se abrió en junio de 2010, batallan constantemente con la demanda de los vecinos de quitarlo.
Irapuato es una ciudad cruzada por las vías del tren. Los irapuatenses (unos 700 mil, según el último censo) han visto pasar a la gente en los trenes toda su vida, desde 1877 cuando empezó la construcción de la ruta hacia la frontera norte.
La migración en el Bajío es vista como natural, desde la época del Programa Bracero (1942-1964), la oleada de los años 80 y el éxodo tras la crisis de 1995.
Pero eso cambió en los últimos años, cuando aumentó el flujo de migrantes de Centroamérica por México y el cáncer de la violencia se extendió a todo el país. Ahora, junto a las vías corre una barda perimetral que separa a los migrantes de las casas y los vecinos miran con desconfianza el paso de centroamericanos por sus calles.
Celaya e Irapuato se convirtieron en el punto más peligroso del Bajío para los migrantes. Testimonios recogidos por Amnistía Internacional revelan que en la región hay bandas delictivas que “enganchan” a migrantes mediante el ofrecimiento de falsos albergues para pasar la noche, y que resultan ser lugares donde los extorsionan o los obligan a trabajar para ellos.
Un fenómeno paralelo es el cambio del perfil de los migrantes: cada vez viajan más familias completas, e incluso mujeres solas, o niñas y niños sin acompañantes.
Eso ha modificado las dinámicas de la Casa del Migrante en Irapuato, donde ahora necesitan siempre dotaciones de pañales o alimentos para niños.
“Empezamos a ver hace un par de años que llegaban más mujeres, incluso embarazadas, que tenían la idea equivocada de que si sus hijos nacían en Estados Unidos ellas no serían deportadas”, cuenta Guadalupe González, colaboradora del albergue.
Entre miles de historias que ha escuchado, González recuerda la de una muchacha que iba con un niño en brazos, lo subió al tren, pero ella ya no pudo subirse y su bebé se fue en el vagón. “Tardamos dos años en poder recuperarlo”, dice.
Bertha, la mujer de la cocina, cuenta que en mayo de 2014 llegaron 150 personas garífunas, un pueblo descendiente de esclavos africanos que habita en la costa atlántica de Honduras.
Muchos eran niños pequeños. El grupo viajaba a Estados Unidos, poco antes que el presidente Barack Obama hablara de la “crisis humanitaria” por los menores migrantes.
En ese albergue conocimos a Wilfredo Alfaro Junes, un electricista salvadoreño a quien la violencia de su país lo expulsó de sus tierras, la criminalidad de México le arrancó un brazo y las leyes estadunidenses le han arrebatado a su familia.
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Trum trum trum trum trum…
El tronido de las ruedas del tren se mezcla con el llanto de un bebé que vuelve loca a Delsy.
Ella, de 20 años, creyó la historia que le contaron en su pueblo, en Honduras, de que si decía que es menor de edad podrá cruzar por Tijuana a Estados Unidos. Así que dejó a Ángelo, su hijo de 15 meses, encargado con una cuñada y emprendió el viaje hacia el norte, para reunirse con el padre de su hijo. A su madre le avisó cuando ya estaba en Arriaga, Chiapas, dentro del territorio mexicano, donde se trepó aLa Bestia.
Pero en el lomo del tren viaja otra mujer joven, con su bebé enfermo. Tiene fiebre. Llora. Llora. Llora. Delsy piensa en Ángelo, tan chiquito, tan lejos de ella.
– Fue lo peor del camino— cuenta después, cuando descansa en el albergue de Irapuato. Ha hecho una parada de descanso para decidir si sigue su plan inicial hasta Tijuana o intenta cruzar por Tamaulipas, la ruta más corta y peligrosa.
Dice que cuando le dijo al padre de su hijo que quería hacer el viaje para alcanzarlo, él no estuvo de acuerdo. “Esto no es un juego”, le dijo. Pero ella estaba decidida.
– Aquí es la suerte, si no llevas suerte, no pasas. Miedo el tren no me da, lo que me da miedo es eso que dicen: que lo secuestran a uno. A él (el padre de Ángelo) lo han deportado dos veces y dos veces ha regresado. Para mí esta es la primera y última, no vuelvo a dejar a mi hijo solo.
Delsy tiene las mejillas redondas y ojos expresivos. Relata su historia sin inflexiones, como si se tratara del clima, pero llora cuando habla de su madre. En un momento de la charla, cuenta que, como ella, otra chica de su pueblo dejó a sus hijos encargados y se fue al norte. Pero no regresó por ellos.
– Yo no haría eso… nunca – dice, con voz baja, más como para sí. — Solo dos años, para ayudar a mi mami. Ella es enfermera, pero allá no hay trabajo. No hay nada.
II. Los expulsados
El calor de verano en Mexicali seca la boca y quema las plantas de los pies. En el Hotel Migrante, instalado a 50 metros de la garita de Calexico, los hombres suben a dormir a la azotea, porque los ventiladores no son suficientes para quitar el ahogo.
El Hotel es un galerón de dos pisos que en épocas de bonanza fue el Hotel Centenario y sobrevivió a la Revolución, pero no al neoliberalismo y para finales del siglo XX estaba abandonado. A principios de 2010 fue ocupado por migrantes deportados y activistas del colectivo Ángeles sin Fronteras, que encabeza Sergio Tamai, un luchador social que pasó de las protestas por tarifas excesivas de luz a la defensa de los derechos de migrantes. Los activistas llegaron a un acuerdo con los propietarios para pagar una renta mensual de 10 mil pesos y así nació el albergue, que atiende, en promedio, a unas 200 personas cada día.
En 2010, la patrulla fronteriza comenzó a enviar a Mexicali autobuses con deportados. “Llegaban decenas, todos los días, y estaban desorientados, muchos tenían años viviendo en Estados Unidos y de pronto estaban aquí, sin dinero y sin idea de dónde conseguir comida o alojamiento”, cuenta Tamai.
La administración de Barak Obama –condecorado con el Premio Nobel de la Paz en 2009— ha deportado a más de 2 millones de personas indocumentadas, la mayoría mexicanos. Es la mayor ola de repatriaciones en la historia de Estados Unidos, incluso mayor que las deportaciones masivas de la Gran Depresión o la “Operación Wetback” (Espaldas Mojadas) de los años 50.
Ricardo Rubio, experto en flujos migratorios del Colegio de la Frontera Norte, ha documentado el “crecimiento sin precedentes” en la expulsión de migrantes que tenían una vida hecha en ese país. Sus investigaciones muestran, además, que siete de cada 10 personas retornadas eran jefas de hogar y poco más de 85 por ciento tenía un empleo al momento de la detención.
Otros estudios, como los realizados por Letza Bojórquez, revelan una dolorosa fotografía de las personas que no nacieron en Estados Unidos, pero crecieron y trabajaron años en ese país: las afectaciones emocionales de las personas deportadas son 20 veces mayores que las que tienen quienes regresan voluntariamente. Algunas, incluso, han pensado en quitarse la vida.
En el Hotel Migrante, todos esperan. Algunos intentarán cruzar por el desierto apenas pase el verano. Otros harán antesala en la frontera hasta que se ablande la política migratoria de Estados Unidos, o hasta que sus familiares consigan que avancen sus propios procesos de regularización.
Esperan días. Meses. O años.
Pero todos, todos, tratarán de regresar al país que los expulsó.
– Allá está nuestra vida – nos dijo Griselda Mazariegos, una mujer de origen guatemalteco que llegó a vivir a Los Ángeles cuando tenía 7 años, y fue expulsada sin derecho a réplica 24 años después.
Limpiaba cines. El 27 de octubre de 2011, fue detenida cuando regresaba de trabajar por una infracción de tránsito: no funcionaba una de las luces de su carro. Una semana después, estaba fuera del país en el que estudió, trabajó, y en el que dejó a su madre enferma.
No se han vuelto a ver.
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En 2011, una mujer a la que llamaremos Ana llegó a las oficinas del Instituto de la Mujer Migrante (IMUMI) en la Ciudad de México a pedir ayuda: la habían separado de su bebé de dos meses –nacido en Estados Unidos– cuando fue detenida y deportada. Desde México, ella no pudo presentarse en el juicio ante el tribunal familiar del otro país, por lo que perdió sus derechos de paternidad y su hijo fue dado en adopción. Cuando IMUMI conoció el caso, ya habían pasado los tiempos legales para apelar la sentencia, el nombre del bebé había sido cambiado y la única opción que le quedaba a Ana era inscribirse en el registro de adopción estatal, por si su hijo quería buscarla cuando fuera mayor de edad.
Esta política cruel que separa a las madres indocumentadas de sus hijos nacidos en Estados en Estados Unidos –y que por lo tanto, son ciudadanos de ese país– no es nueva, aunque se potenció con la ola de deportaciones. Desde 1998, más de 660 mil estadunidenses menores de edad han sido afectados por las deportaciones de sus padres, según el estudio Family unity, family health, elaborado por Human Impact Partners. Otro informe, del Applied Research Center, indica que entre 2010 y 2012, fueron repatriados 205 mil madres y padres de niños nacidos ahí.
Son sólo una parte de la historia. En Estados Unidos hay 5.5 millones de menores de edad que viven en familias con estatus mixtos de distintas nacionalidades; de ellos, 4.5 millones son ciudadanos estadunidenses.
Aunque no hay estadísticas disponibles que permitan saber con precisión el número de familias separadas, académicos y organizaciones civiles han documentado ampliamente los devastadores efectos emocionales y económicos en las familias separadas por la aplicación de la legislación y las políticas migratorias estadunidenses. Un fenómeno que además, creció como hierba: en 2007, dos de cada 10 personas deportadas dejaban a sus familiares en Estados Unidos; para 2012, la cifra aumentó a ocho de cada 10.
La mayoría de los deportados han sido detenidos por infracciones viales. Otros, por cometer algún delito, como dejar a sus hijos solos en su casa o llevarlo en el automóvil sin silla para bebé (lo que en Estados Unidos puede considerarse como intento de homicidio).
Cuando IMUMI –una organización civil fundada en 2010 que promueve los derechos de las mujeres en la migración– conoció la historia de Ana, comenzó a trabajar en un proyecto de Unidad Familiar con Women’s Refugee Commission y el Instituto Madre Assunta, que atiende a mujeres y niñas migrantes en Tijuana.
Daniel Bribiescas, el joven abogado del Instituto que cada año presenta entre 48 y 52 solicitudes de reunificación –y ha conseguido sentencias positivas en 6 de cada 10 casos– explica el tortuoso y largo camino legal: “cuando se da la deportación de una mujer con hijos nacidos en Estados Unidos, el Estado se queda con los menores en custodia y la madre tiene 6 meses para iniciar un trámite de reunificación familiar. Pero nadie se lo dice, y lo que generalmente ocurre es que pierde mucho tiempo tratando de regresar por sus hijos, y en ese tiempo los dan en adopción”.
Los procesos duran al menos 14 meses y durante ese tiempo, las familias pueden tener reuniones quincenales, de dos horas, o semanales, de una hora. Se realizan en la garita de San Isidro, en un cuarto “donde pueden abrazarse, llorar, lo que sea”, en presencia de una trabajadora social.
– Es costoso. Para conseguir la reunificación, las madres necesitan tener vivienda y empleo, pero no cualquier vivienda, ni cualquier empleo. Debe ser una casa con una habitación específica para el hijo o hija devuelto y refrigerador lleno. Y comprobar un salario de mil 500 pesos semanales.
La experiencia de ayudar a familias separadas es aún limitada. Organizaciones como IMUMI o el Instituto Madre Assunta solo han podido hacerlo con mujeres mexicanas. Las madres centroamericanas tienen que hacer las gestiones en sus propios consulados, y es un proceso aún más complejo. Además, tienen una desventaja extra: no pueden permanecer en la frontera, como las mexicanas, que generalmente se quedan en Tijuana.
En esta esquina del país, muchas familias separadas por la doble barda fronteriza se encuentran cada fin de semana en el Parque Binacional de la Amistad, donde las Dreamer’s Moms –un colectivo de mujeres que promueven una reforma migratoria que les permita regresar con sus hijos– dejaron garabateado un mensaje que resume la demanda de muchas otras: “No más madres sin hijos, no más hijos sin madres”.
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Yolanda Varona emigró a Estados Unidos huyendo de la violencia familiar. Tenía 27 años. Se llevó a sus dos hijos, que todavía eran pequeños. En Estados Unidos, los niños estudiaron, mientras ella trabajaba como gerente de un restaurante. Iba casarse cuando fue deportada, en diciembre de 2010. Cruzó la línea para dejar a una persona y al regresar fue detenida porque tenía visa de turista pero pasó en una camioneta que ella compró, por lo que se dieron cuenta de que tenía mucho tiempo viviendo allá. Por las condiciones de su deportación, le negaron regresar a Estados Unidos de por vida.
Ahora dirige Dreamer’s Moms en Tijuana, un colectivo de mujeres deportadas que pelean por el derecho a regresar al país en el que dejaron a sus familias. Su hija, de 22 años, participa en el movimiento Dreamer’s dentro de Estados Unidos. Su hijo, de 27, ya es ciudadano americano.
Un día antes de nuestro encuentro en el albergue de veteranos, el joven la visitó para festejar su cumpleaños. Ella estuvo feliz, pero ahora que se fue siente un vacío más profundo.
– Es triste, frustrante saber que estás tan cerca. No cometí ningún crimen, lo único que hice fue trabajar y tratar de estar lo más legal que pudiera