Todos los días hay secuestros de migrantes en México. Una realidad que camina en sentido contrario a los discursos oficiales, empeñados en festinar el éxito del Plan Frontera Sur. Las cifras oficiales también desmienten el optimismo: en 15 años apenas una treintena de plagios han sido investigados.
Por: Alberto Najar
Por el teléfono, a miles de kilómetros de distancia, la angustia parece contagiarse.
Durante una semana Mariela, una joven guatemalteca de 27 años de edad y originaria de un pueblo humilde en Verapaz, estuvo encerrada en una habitación oscura con otras 15 personas, todos centroamericanos.
Cada dos o tres horas sacaban a uno de ellos para golpearlo. Cinco nunca regresaron.
“Nunca supe que les pasó, nada más se oían los gritos y golpes como tablazos”, cuenta desde su refugio en una ciudad estadounidense.
“A mí también me pegaron, rompieron mi mano con un palo cuando me cubrí la cara. Mi hermana les mandó los mil dólares que pedían y me dejaron ir”.
Mariela nunca supo dónde fue el encierro. En octubre de 2014, a ella y otras tres chicas se las llevaron de Poza Rica, Veracruz, cuando salieron de la terminal de autobuses para comer algo.
Las subieron a una camioneta pero luego a ella la cambiaron de vehículo. Lo que pasó con sus compañeras de viaje le tortura más que la golpiza y los días de encierro.
“Me dicen que tal vez las vendieron, que eso pasa con todas las mujeres. Ya ni lo pienso”.
Un sábado dos adolescentes le cubrieron la cara y después la subieron a un auto. Una hora después la bajaron en la entrada de Naranjos, cerca de Poza Rica.
Desde allí retomó el camino al norte, y dos semanas más tarde logró reunirse con su hermana. A partir de ese momento ha tratado de olvidar. Todo, hasta la sugerencia que alguien le hizo para denunciar el secuestro.
“¿Para qué? En México a nadie le importa lo que pasa con nosotros. ¿Usted cree que la policía iba a ayudarme?”, dice.
Tiene razón. De todos modos, si hubiera seguido el consejo nada habría ocurrido.
Y es que México vive dos realidades que a veces se cruzan en historias como las de Mariela: en el discurso oficial la violencia contra los migrantes, especialmente los secuestros, han bajado “hasta en 35%” según dijo el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, en una reunión con gobernadores de la frontera sur en septiembre pasado.
Pero en los ferrocarriles cargueros, los andenes de las estaciones de autobuses en Veracruz, las carreteras y brechas de Tamaulipas y Chiapas o afuera de la Terminal de Autobuses de Pasajeros Oriente (Tapo) en Ciudad de México, la realidad es otra.
Algo que confirman las cifras oficiales. La respuesta a una petición de información de En el Camino a la Procuraduría General de la República señala que, en 15 años, sólo ha iniciado 33 investigaciones sobre secuestro de migrantes.
Miles de migrantes son secuestrados cada año. Es una industria imparable, desafiante a las autoridades, organizaciones civiles y periodistas que lo denuncian.
La prosperidad del negocio se alimenta por la violencia de las bandas y la complicidad de autoridades. Pero sobre todo por la impunidad en el delito.
No es retórica. En 2010 la Comisión Nacional de Derechos Humanos documentó que en promedio se cometían unos 20.000 secuestros de migrantes cada año.
En marzo de este año, como parte de su respuesta a una petición de información, el Instituto Nacional de Migración (INM) dijo que conocía de sólo 697 casos ocurridos hasta ese momento.
La presidenta de la Asociación Alto al Secuestro, Isabel Miranda de Wallace, dijo en octubre que las agresiones a ciudadanos en situación migratoria irregular son “alarmantes”, y cita que sólo en septiembre su organización –que generalmente se concentra en la clase media del país – detectó el plagio de 85 migrantes en el Estado de México.
La danza de cifras es parte del escenario cotidiano en la diáspora, especialmente la que proviene del sur. Mientras, las autoridades decidieron mantenerse al margen.
Eso indica la respuesta de la PGR a la solicitud de información de En el Camino para conocer sus datos sobre secuestros de migrantes, un delito que se comete sobre todo por bandas de delincuencia organizada.
La fiscalía reconoció que entre el 1 de enero de 2000 y el 30 de junio de 2015 sólo se iniciaron 33 averiguaciones previas por secuestro de ciudadanos extranjeros, entre ellos algunos migrantes.
En ese mismo lapso elaboró diez actas circunstanciadas que se relacionan con probables delitos de secuestro contra esta población.
La respuesta fue enviada en el oficio SJAI/DGAJ/08292/2015 de la Subprocuraduría Jurídica y de Asuntos Internacionales.
El documento incluye datos no sólo sobre privación ilegal de la libertad de ciudadanos extranjeros en México –la condición de los migrantes- sino también sobre desaparición forzada y trata de personas, como fue solicitado.
La mayor parte del texto se concentra en reconocer que las distintas áreas de la fiscalía no cuentan con elementos para responder a la solicitud, aunque también contiene algunos que son reveladores.
Señala, por ejemplo, que en 15 años lo que hoy se llama Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO) no recabó datos sobre los lugares de origen de los extranjeros que fueron secuestrados.
En el Camino había solicitado a la PGR que informara sobre “la nacionalidad de las presuntas víctimas, edad, sexo, así como las comunidades, municipios, ciudades, pueblos o departamentos de origen de los denunciantes en todos los casos donde estos datos hayan sido manifestados o solicitados por la autoridad ministerial”.
La SEIDO respondió sin tantas palabras: “No llevan un control o estadística de ese tipo de indicadores”.
En otra parte del documento reconoce: en los archivos de la subprocuraduría no existen informes, tarjetas informativas, bitácoras o reportes de trabajo sobre las investigaciones que pudieron realizar agentes de la Policía Judicial Federal, la Agencia de Investigación Criminal y la Policía Federal Ministerial.
Son los nombres que ha tenido la misma corporación desde 2000.
El problema es que la los secuestros de migrantes ocurren diariamente. Desde el 1 de enero de 2000 hasta la fecha de la respuesta, 30 de junio de 2015, han pasado más de 5,000 días. Un período que la PGR resume así: “No cuentan con antecedentes de la información solicitada”.
El sacerdote Alejandro Solalinde reflexiona: todos los habitantes de este país son mercancía, personas que cargan la etiqueta de secuestrables.
“Y de entre nosotros, los migrantes son los más vulnerables, de quienes todos pretenden sacar provecho enteros o en pedazos, vivos o muertos”, dice el fundador del albergue Hermanos en el Camino de Ixtepec, Oaxaca, uno de los refugios más conocidos para los migrantes sin documentos.
Todas víctimas potenciales. Responsables puede haber muchos –no sólo en México- pero al final de la ruta siempre aparecen autoridades, de todos los niveles.
El secuestro y la violencia hacia las personas en tránsito no es un problema nuevo en el país aunque la etapa más complicada empezó después de 2000, cuando se fortaleció la segunda gran oleada migratoria del sur.
Las quejas pasaron del río Suchiate que divide a México de Guatemala, hasta llegar al Estado de México, San Luis Potosí, Coahuila, Tamaulipas.
Aunque escasos, hubo reportes de los gobiernos de los países de origen, especialmente tras la masacre de 72 migrantes en un rancho de San Fernando, Tamaulipas.
Los albergues en las rutas al norte y organizaciones civiles también han presentado denuncias, pero los resultados son escasos.
Las autoridades locales, especialmente las procuradurías, tienen la responsabilidad de investigar casos de violencia extrema, como secuestros y asesinatos.
¿Lo hacen? En el Camino preguntó a las fiscalías de Tamaulipas, Veracruz, Chiapas, Oaxaca y Tabasco detalles sobre denuncias de secuestros de migrantes, perpetradores que han sido detenidos y sentencias en caso que las hubiera.
Los datos “no estuvieron disponibles”, fue la respuesta coincidente.
¿Y el papel de la PGR? Según la Visitaduría General de la dependencia, durante 15 años en las delegaciones de la fiscalía no hubo denuncia alguna sobre secuestros, privación ilegal de la libertad, desaparición forzada o trata de personas.
Pero tampoco ejerció la facultad de atracción en casos presentados ante procuradurías estatales, ni siquiera en aquellos donde se presume la participación de carteles de narcotráfico, como Los Zetas.
Las denuncias de activistas que desde 2008 subrayan a esa organización como la responsable de miles de plagios en los estados del sureste, no aparecen en la respuesta de la PGR a pesar de su obligación legal de procurar justicia en esos delitos.
Esa parece ser la misma situación en los casos denunciados por gobiernos extranjeros, especialmente de Centroamérica.
En los datos aportados por la Visitaduría General no está claro si tales peticiones fueron atendidas.
La SEIDO sólo reconoce “cuatro indagatorias iniciadas con motivo de denuncias presentadas por otros países a través de sus embajadas y en las que se hace del conocimiento hechos que presumen la comisión de delitos cometidos contra ciudadanos extranjeros en la modalidad de secuestro y trata de personas”.
El problema va más allá de una simple omisión.
La Ley General para Prevenir y Sancionar los Delitos en Materia de Secuestro establece que “para la investigación, persecución, sanción y todo lo referente al procedimiento serán aplicables el Código Penal Federal, el Código Federal de Procedimientos Penales, la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada y los códigos de procedimientos penales de los estados”.
En otras palabras, la investigación sobre secuestro a migrantes también es responsabilidad de la PGR.
Es un delito que se comete sobre todo por bandas que se despliegan a lo largo de miles de kilómetros en la ruta que sigue el flujo de personas hacia el norte.
Se trata de un patrón que lleva varios años en funcionamiento, como lo muestran los documentos con que se elaboró el informe que en 2009 presentó la CNDH, sobre el plagio de migrantes.
En el Camino obtuvo a través de una petición de información la versión pública del documento, con cerca de 2000 hojas con interrogatorios a víctimas, informes, bitácoras de los visitadores que realizaron las entrevistas y oficios enviados a distintas áreas de gobierno.
En el desglose del documento llama la atención un dato inicial: desde 2008 la Comisión supo de denuncias por secuestros de migrantes en, por ejemplo, las delegaciones de la PGR en Chiapas y Tabasco.
Algo que, afirma esta dependencia, no existe en sus archivos.
El documento es pertinente porque desnuda el modus operandi de los secuestradores, y que según organizaciones como los albergues Hermanos en el Camino de Ixtepec, Oaxaca, Belén, Posada del Migrante de Saltillo y el Foro Nacional para las Migraciones de Honduras, se mantiene prácticamente sin cambio alguno.
Destaca, por ejemplo, la colaboración de los conductores de los trenes donde viajan los migrantes. Decenas de testimonios señalan que antes de ser secuestrados el convoy se detuvo, y en varios casos los maquinistas prestaron a los plagiarios sus lámparas de mano para ubicar a quienes trataban de escapar.
También abundan las denuncias contra policías federales, quienes incluso suelen custodiar las camionetas donde se llevan a los migrantes.
Otra forma común de operación es dividir los trenes cargueros: en los últimos vagones viajan quienes contratan el servicio de bandas de seguridad, que les garantizan cuidarlos hasta llegar a la frontera norte.
A ellos nadie los toca. La tarifa por los servicios es en promedio de 2,500 dólares. El resto de los viajeros son secuestrables.
Es una información que se mueve a lo largo de la ruta de los trenes, y que no pasa de voz en voz solamente sino que requiere de la colaboración, en distintos tramos del camino, de los grupos que controlan cada lugar.
Las declaraciones de los sobrevivientes refieren una y otra vez la infiltración de personeros de las bandas, que se mezclan entre los migrantes para elegir a las eventuales víctimas.
El sacerdote Flor María Rigoni, fundador de la casa del Migrante en Tapachula, Chiapas, ha dicho que algunos de estos espías son enviados desde Centroamérica por bandas de maras, especialmente la MS13.
Llegan a México con una misión específica, casi siempre asesinar a desertores o enemigos de algún macizo (jefe). Pero ya en México se dedican a secuestrar a sus paisanos.
Uno de sus primeros sitios de operación fue Palenque, Chiapas, pero recientemente se les ha encontrado en lugares tan distantes del sureste como Huehuetoca, Estado de México.
***
Los pandilleros de la Mara son, quizá, un departamento en la industria del secuestro de migrantes.
El informe El corredor Huehuetenango Comitán. Una cartografía de las mujeres en las migraciones elaborado por el grupo Formación y Capacitación, recuerda que el tráfico de personas –de donde se nutren también las redes de secuestradores- es un negocio que se transformó con el paso de los años.
“Se han ido creando organizaciones cada vez más ramificadas, organizadas y especializadas con unas estructuras, logísticas y medios muy sofisticados; estas organizaciones, en buena medida forman parte del crimen organizado o bien dependen de su influencia y poderío, lo cual genera contradicción en su accionar ya que por una parte brinda seguridad y por la otra puede abandonar a las personas a su suerte o hacer actos de violaciones, robos, secuestros o asesinatos”.
Los testimonios recabados por los visitadores de la CNDH, y otros que se han conocido desde entonces, revelan el nivel de organización de las bandas de secuestro:
Existe lo que se puede llamar el brazo armado, las personas que interceptan y se llevan a los migrantes a una casa de seguridad. Ellos cuentan con la protección de la policía local y a veces de taxistas, choferes de camiones o maquinistas de los trenes.
En general se trata de hombres jóvenes aunque a veces participan adolescentes.
En el sitio donde se encierra a los migrantes opera otro nivel: los cuidadores que pueden ser también adolescentes u hombres de mediana edad, y quienes les proveen de alimentos, casi siempre mujeres.
Quienes torturan a las víctimas para extraer la información ocupan un lugar más elevado en la estructura, e incluso pueden considerarse como los jefes del grupo.
Luego se encuentran los que cobran el dinero de los rescates, que pocas veces son los mismos que participan en el resto del grupo. Ésta es, por cierto, una de las partes más importantes de las bandas de secuestradores y de las que más se desconoce.
El dinero de los rescates se envía por transacciones electrónicas que se hacen efectivas en agencias de cobro, obligadas por ley a llevar un registro de cada persona a quien entrega el dinero. Y más cuando se trata de operaciones que superan los 15.000 pesos.
Parece difícil creer que no levante sospechas el cobro reiterado de grandes cantidades de dinero y por las mismas personas.
Pero es parte de la impunidad en esta maquinaria que opera igual lo mismo en Chauites, Chiapas; Coatzacoalcos, Medias Aguas y Tierra Blanca en Veracruz o Lechería, Estado de México, que en San Luis Potosí, Celaya, Guanajuato, Saltillo y Piedras Negras en Coahuila, Monterrey, Nuevo León o Reynosa y Nuevo Laredo, Tamaulipas.
Pocas veces se toma conciencia que las agresiones a migrantes en comunidades pequeñas o grandes ciudades no se quedan en la víctima. El daño se siente a cientos de kilómetros de distancia, en las villas y entre las familias de donde salieron.
Así ocurre con las estrategias y omisiones del gobierno mexicano. El ejemplo más reciente es el Plan Frontera Sur, aplicado desde agosto de 2014 para, oficialmente, “proteger” a los migrantes.
Nada de eso, dicen en Centroamérica de donde proviene la mayoría de los migrantes que cruzan por México. La religiosa Valdette Willemann, directora del Centro de Atención al Migrante Retornado de Honduras, dice que el Plan sólo empeoró la vida para los centroamericanos en México.
“Aumentaron los mutilados por el tren, la violencia física, los embarazos por violaciones, los secuestros”, dice. “Ya no son tanto Los Zetas sino del crimen organizado. A veces las familias pagan el rescate pero matan a la persona y siguen pidiendo dinero”.
Un problema cada vez mayor. Karen Valladares, coordinadora del Foro Nacional para las Migraciones de Honduras (FONAMIH), dice que son muchos los casos en que los secuestradores asesinan a sus víctimas sin importar que se paguen los rescates.
“No tenemos un dato estadístico porque la gente no sabe a dónde hacer la denuncia, pero hay cantidad de hondureños que siguen siendo secuestrados. Las familias pagan por su liberación y puede ser que los suelten, pero también que simplemente los maten”.
Pero en los casos donde se han presentado denuncias nada ocurre. El gobierno de Honduras, por ejemplo, no auxilia a las familias de quienes son secuestrados en México ni siquiera en casos extremos, afirma Valladares.
“No ha habido voluntad del gobierno nuestro de esclarecer, por ejemplo, el tema de la matanza de Tamaulipas. Han sido las familias las que han insistido porque no se trata nada más de que los hayan matado sino de todas las condiciones de inseguridad que se viven en tránsito”.
El círculo parece cerrarse. Ni en México ni en Centroamérica importa el destino de los migrantes secuestrados. Y cada día será peor, pronostica la coordinadora del FONAMIH.
“Hay mayores condiciones de vulnerabilidad. En México ya no hay lugar seguro para los migrantes”.
Algo que Mariela, la chica secuestrada en Poza Rica, lo supo de la peor manera. Los días que tardó en salir de México fueron tan angustiantes como la semana de encierro, porque no hubo un metro de camino sin sobresalto.
El terror y desesperación por cruzar la frontera no la dejaron dormir. Incluso ahora dice que no sabe cómo pudo sobrevivir los 750 kilómetros que le faltaban para llegar a Brownsville, Texas, donde la recogió un amigo de su hermana.
“México es una terrible pesadilla. No puedo llamarlo de otro modo”, dice.