Millones de mexicanos abandonaron su país en los últimos años del siglo pasado y los primeros del actual. El fenómeno es antecedente de lo que ahora se vive en el país, convertido en ruta para miles de extranjeros en su viaje al norte. Los mexicanos del siglo pasado huyeron de una profunda crisis económica, y luego también de la violencia. El mismo patrón del éxodo centroamericano que sigue los pasos que marcó a México, empeñado en olvidar que también es un país migrante… Y perdió a muchos en el camino al norte.
Texto: Alberto Nájar
Fotos: Mónica Sacbé González
La camioneta Van levanta chorros de polvo y piedrillas en la brecha desde Sásabe hasta Altar.
El chofer baja el volumen al corrido de quién sabe qué personaje de la mafia local. Se llama José Ramón, es ceremonioso, como si la desconfianza le obligara a dudar.
Pero su pregunta parece sincera. “Oiga”, dice, “¿todavía queda alguien allá abajo?”.
Y saluda con la mano izquierda a los choferes de otras Van que brincan piedras o rodean baches en sentido contrario. Una tras otra se pierden en la nube polvosa que dejamos atrás.
Si el escenario no fuera el desierto de Altar, si la tarde no se diluyera tan rápido como se aparecen los sicarios y traficantes de personas, la pregunta del chofer parecería sin sentido.
No es así. Abajo es el sur de México, los estados de donde llegaban cada semana miles de personas con la esperanza de cruzar a Estados Unidos.
Eran los años de la oleada de migrantes mexicanos desatada por la crisis financiera de 1995, el antecedente de la diáspora centroamericana y de otros países que ahora cruza el territorio mexicano.
Muchas de las rutas que ahora siguen hondureños y guatemaltecos, por ejemplo, nacieron en esos años. También se retomaron otras antiguas y lo más importante, las bandas de traficantes de personas que ahora mueven al río humano del sur surgieron en esa época.
La migración irregular del siglo actual no se entiende sin el éxodo mexicano de finales del anterior. Para entender la diáspora hoy es necesario mirar hacia atrás.
Pero eso no estaba claro ese domingo de 2003, un día particularmente concurrido en el pueblo de Altar. Las casas donde los coyotes guardaban a los migrantes estaban rebasadas. Cientos caminaron por la plaza, hicieron largas filas para usar los cuatro teléfonos públicos del lugar.
Otros subieron a las Van y se marcharon a Sásabe. Las camionetas apenas se estacionaban en la plaza cuando los pasajeros ya estaban a bordo, y de vuelta a la frontera.
Por eso la inquietud de José Ramón. “En estos años creo que he visto pasar a toda la gente de México. A veces pienso que ya se quedó vacío allá abajo”.
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Ciertamente el país siguió habitado, pero el chofer de la Van tenía algo de razón en sus sospechas.
Entre 1995 y 2005 más de cuatro millones de mexicanos emigraron a Estados Unidos, según el Pew Hispanic Center. La mayoría se fue por las zonas desérticas de Sonora y Chihuahua.
El corredor Altar-Sásabe fue, y es todavía, uno de los más utilizados por los traficantes de personas, a pesar de que se encuentra en una zona peligrosa no sólo por las condiciones climáticas sino porque es también ruta para el trasiego de drogas, armas y dinero.
También en esos años los migrantes cruzaron por la región fronteriza de Caléxico y Yuma, en Estados Unidos, y la zona de Algodones en México.
Es una de las regiones más inhóspitas del mundo, donde la NASA realizó pruebas para algunos de los robots enviados a Marte, y que fue también utilizada como campo de entrenamiento para las tropas que combatieron en Irak.
El desierto cobró su cuota. En 13 años organizaciones civiles como la Fundación de Asistencia Legal de la California Rural y Ángeles de la Frontera documentaron la muerte de más de 10 mil personas, la mayoría en Arizona y Texas.
La cantidad puede ser mayor porque los datos corresponden a los restos localizados, la mayoría sin que pudieran identificarse. Los testimonios de muchos migrantes señalan que en su travesía por zonas áridas con frecuencia encontraban cadáveres o esqueletos, pero no lo reportaron a las autoridades por miedo a ser deportados.
Eso encontraba Enrique Morones, fundador de Ángeles de la Frontera, cada fin de semana en que con su equipo recorría las zonas desérticas en busca de migrantes extraviados.
“Localizamos a cuerpos de madres con sus hijos muertos todavía abrazándolos”, recuerda. “Nadie cruza el desierto para morir en la frontera”.
Un razonamiento lógico. Caminar sin protección ni habilidades físicas en una inhóspita zona árida es jugar con la muerte. Pero millones de personas lo hicieron, y hoy otros miles siguen sus pasos.
¿Por qué?
En esta mirada hacia atrás es necesario detenerse en una fecha: 19 de septiembre de 1993. Un lugar: la zona entre El Paso y Ciudad Juárez. Y un nombre: Operación Bloqueo o Hold the Line, en inglés.
Ese día empezó la estrategia de la Casa Blanca para cerrar su frontera sur a la migración irregular. Cientos de agentes de la Policía Fronteriza se desplegaron en la región, especialmente las cañadas y brechas usadas por los traficantes de personas.
Un año después se dio el segundo paso en la línea que separa a Tijuana, Baja California, con San Diego, el punto fronterizo más cruzado del mundo.
Allí el cerco no fue sólo con policías, sino que el gobierno del presidente demócrata Bill Clinton construyó una cerca de tres metros de alto con láminas de desecho que había usado como pistas de aterrizaje en la recién concluida Guerra del Golfo.
Ese fue el primer muro al que siguió otro en Nogales, Arizona, en febrero de 1995 bajo la Operación Salvaguarda.
Y el siguiente paso fue una barda en la frontera de Texas con Tamaulipas. Se llamó Operación Río Grande y fue promovida en 1997 por un ex agente de la Patrulla Fronteriza de origen mexicano: el congresista Silvestre Reyes.
La estrategia empujó al río migrante hacia el único sitio donde no se construyó barda alguna, al menos en ese momento: los desiertos de Sonora y California, donde el clima y la delincuencia harían mejor trabajo que los policías, sensores de movimiento, radares y avionetas para vigilancia aérea.
El embudo no detuvo el flujo humano porque cientos de miles de mexicanos cruzaron la frontera y obligó a reforzar cada vez más y más las barreras.
Del metal reciclado de la guerra, por ejemplo, se pasó en Tijuana a muros de concreto reforzado con varillas de acero (para contener a los vehículos que derribaron las primeras bardas), tubos que terminaban en punta, alambre de púas, cercas electrificadas.
Pero en otros sitios como la línea entre Agua Prieta, Sonora, y Douglas, Arizona, el cerco terminaba donde concluía la zona urbana.
Al paso de los años quedó claro que los muros son más una jugada política que una estrategia efectiva de contención… Y una barrera mortal.
A partir de 2007 se notó una reducción en el flujo de migrantes mexicanos, y tres años después se alcanzó una “tasa cero” es decir, el número de personas que llegaron a Estados Unidos fue prácticamente el mismo de las que abandonaron ese país.
Entre 2005 y 2010, reportó el centro Pew, un millón 370,000 personas abandonaron México, pero en el mismo lapso retornaron un millón 390,000.
Muchos fueron deportados en las redadas emprendida por el presidente Barack Obama. Pero otros decidieron volver por la recesión económica que sacudió al mundo en 2009.
Otra de las razones fue la guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón, designado presidente por el tribunal electoral de México, que convirtió las rutas migrantes del desierto en campo de batalla de carteles de la droga.
Los muertos en el desierto fueron por otras razones.
Sin embargo, el río humano al norte no se detuvo, sólo cambió el contenido de su cauce. El lugar de los mexicanos fue paulatinamente ocupado desde 2000 por el éxodo de centroamericanos que huyen de la devastación natural de sus países, y también de la violencia creciente de pandillas y carteles.
Ellos, sin embargo, prefieren la ruta del golfo es decir se mueven por Veracruz y Tamaulipas hasta la frontera, aunque la violencia los ha empujado hacia el centro, al camino del desierto que dejaron los mexicanos.
No está claro cuántos de ellos se quedarán en el camino, porque a diferencia de la oleada migrante de los años 90 ahora los muertos en el desierto no parecen ser historia atractiva para los medios.
Y contarlos, además, ya no es tan sencillo. En ambos lados de la frontera los criminales son los dueños del territorio.