En México, desde hace muchos años, todos los días son días de muertos. Muertos que, solamente desde principios de siglo, suman cientos de miles de hombres y mujeres asesinadas impunemente en una guerra a veces declarada y otras negada por el Estado Mexicano.
La defensa de la vida y la libertad, luchar contra los feminicidas, contra el patriarcado, contra gobernantes impunes que tanto se pueden decir de izquierda como no, son el motivo de que haya defensoras y defensores de Derechos Humanos, hombres y mujeres periodistas honestas.
Periodistas como Fredy López Arévalo que fue asesinado en Chiapas y/o defensores de tierra y territorio, de su cultura, del agua y medio ambientalistas masacrados continuamente por estar contra el neoliberalismo y no a su favor como despotrica López Obrador.
Y es en la fiesta de Todos los Santos, en una de las más hermosas de las tradiciones de Oaxaca y de México porque nos permite hacer un alto en las actividades cotidianas para recordar, estar con la memoria de todos nuestros seres queridos, donde rendimos tributo a las víctimas de ese neoliberalismo.
También nos permite compartir y saborear los manjares que de la naturaleza y la cocina provienen, adornar nuestros altares con flores y comida de variados olores, colores y sabores. Reunir, si es posible, a toda la familia y saborear ese exquisito chocolate hecho con amor.
Con el amor y la paciencia de madres y esposas, abuelas, hermanas, tías. De esas mujeres entregadas y amorosas que endulzan el camino de nuestras vidas y que nos contagian con sus risas y alegría por el disfrute de cada nuevo día y la esperanza de que hay un mañana mejor.
En la infancia la rutina era simple: juntar los huevos de las gallinas, llevarlos con mucho cuidado a la panadera para que nos hiciera pan de yema y marquesotes; comprar el cacao, el azúcar y la canela para preparar el chocolate; recoger el pan; limpiar y cocer el cacao, molerlo y prepararlo.
Teníamos chivos: ordeñar las chivas que estuvieran criando, hervir la leche, agregar el chocolate, batir y servir. Cortar las enormes piezas de pan de yema, los marquesotes y el pan corriente. Empezar a sopear con el pan corriente, seguir con el de yema, terminar con marquesote.
El ritual era sencillo, pequeña economía casera, es que de comer solamente marquesote no había pan que alcanzara. Lo que daba mucho gusto era despegar las calaveritas doraditas y comerlas primero, arrancar los adornos y la capa dulce del pan de yema, saborearlos.
Dejarse los bigotes con esa sabrosa espuma del chocolate y leche batida. No sé, no recuerdo que oliéramos a chivo, pero seguro que sí. No importa, a mi me gusta el olor de la naturaleza y los cuerpos humanos somos naturaleza, una naturaleza y especial forma de ser que hay que aceptar.
Nos ahorraríamos millones de dólares en búsqueda de la perfección e ideales que a los productores de cosméticos les interesa fomentar, ellos ganan, nosotros y la naturaleza perdemos. Tendríamos menos consumismo, menos efecto invernadero, una vida alegre y sencilla.
Pero hasta allá en aquellas y apacibles tierras de la sierra oaxaqueña llegaba el Ejército Mexicano con su mensaje de muerte e impunidad, fue la primera muerte que conocí, una muerte violenta y terrible que nos convocaba a la solidaridad y a la rabia contra los criminales verde olivo.
¡Alto a la impunidad!
Desde un rincón del exilio,
Juan Sosa Maldonado
Defensor de Derechos Humanos