Miradas de Reportero / Por Rogelio Hernández López*
En unos días, decenas de periodistas podremos espejearnos con El Tovarich. El miércoles 29 de abril, nos concentraremos para festejar con él que cumplirá 52 años como informador profesional y que, además sigue en lo suyo todos los días, desde las 5 de la mañana para producir su leída columna, Molinos de Viento.
Quienes acudan podrán escuchar los compendios de su trayectoria como periodista en palabras de Fabiola Zamorán, José Reveles y Mario Cedeño. Nos faltará tiempo para saber más. No podremos enterarnos de otros relatos ni delos agradecimientos que guardamos muchos de los Pares de Roberto Rodríguez Baños.
Es que El Tovarich destila dos sustantivos paralelos: es periodista y, su otra virtud es, ser solidario en la mayor significación del término. Reparte calidez y apoyo sin que se lo pidan, como si fuese amigo de todas las personas con las que topa. Ignoro si por ello le apodaron El Tovarich (camarada, compañero, amigo), pero tal mote lo dibuja bien. Verán.
TRES ESCENAS
De mi parte atesoro tres historias que él seguramente no recuerda. Las aporto para completar el compendio de su vida.
UNA. El 18 o 19 de julio de 1979, Roberto Rodríguez Baños aterrizó en Managua Nicaragua junto a decenas de periodistas enviados especiales, por la inminente entrada triunfal del Ejército Sandinista de Liberación Nacional (EZLN). Él iba como experto internacionalista de Excélsior. La mayoría se hospedó en el Hotel Intercontinental, que a pesar de la insurrección funcionaba para huéspedes con recursos, para políticos, periodistas con viáticos suficientes y, por supuesto, espías de toda índole.
Durante el vuelo Roberto se enteró que varios de los corresponsales internacionales llevaban muchas maletas y algunos baúles muy grandes, de esos de aluminio que cargan
equipos de filmación. Supo que varios, en lugar de aparejos, estaban saturados de alimentos en lata e incluso de recipientes con whisky, vodka, rones y hasta cervezas. Supongo que su razonamiento para tal carga era que llegaban a un país donde imperaba la escasez por estar en guerra, lo que era cierto en muchos sentidos. Roberto mismo llevaba una carga similar pero con menor cuantía que sus colegas.
Yo no conocía a Roberto. Supe de él cuando me lo presentó creo que Fernando Meraz o Pedro Valtierra en el lobby del Intercontinental.
— ¿Qué le pasa compañero, porqué se ve tan pálido? Me dijo con ese tono de voz bajo y cordial.
Le conté que yo había llegado a Nicaragua por Honduras 20 días antes y había hecho cobertura en la mayoría de municipios del Frente Norte (donde fue la guerra de verdad entre dos ejércitos) para el diario unomásuno, el semanario Oposición y la revista Interviú de México más algunos especiales para Prensa Latina; le confíe que me notaba demacrado por la insuficiencia de alimentos y agua por lo que perdí unos 15 kilos. No le dije, porque no lo había confirmado, que lo amarillo de la piel y la flacura se explicaban en la intrusión de salmonellas de las que provocan fiebres tifoideas. No se hubiera espantado de saberlo, pero seguro lo intuía.
No muchas horas después de la breve charla Roberto me buscó para que acudiera a una tertulia de periodistas extranjeros en una de las habitaciones del hotel. Llegamos allí, hambrientos y sedientos, algunos de los pocos periodistas que estábamos antes y nos asombramos porque los colegas entrantes abrieron sus baúles para nosotros. Roberto fue gestor de eso y también de que tuviera hospedaje gratis esa noche. Después, me invitó a comer al Lobster (restaurante de lujo), donde claro, me harté de langosta y vino. Generosidades del periodista mexicano que sabía muy poco de mí.
DOS. Ya en México investigué más de Roberto Rodríguez Baños; que era chiapaneco nacido en 1941; que venía de esa corriente de periodistas de izquierda que alimentaban El Día, destacado entonces por sus posiciones internacionalistas de avanzada; que era director del suplemento Weekley Review que editaban Excélsior y el New York Times; que nadaba todos los días, que por su presencia (siempre elegante, cabeza encanecida prematuramente a sus casi 40 años, de hablar suave e informado) atraía la atención de las mujeres; que tenía muchos amigos en todas las redacciones, incluidas las del unomásuno y de Proceso, y que uno de sus cercanos era Elías Chávez el reportero estelar de ese semanario, el que por cierto le escuché por primera vez dirigirse a Roberto como El Tovarich.
Ahora especulo que tal apodo se originó porque los análisis de la política que hace Roberto –desde entonces y hasta la fecha— son bajo el método y el lenguaje antiimperialista que usaban los marxistas-leninistas-lombardistas de la época.
Yo no era amigo de El Tovarich. No obstante meses después del acercamiento en Nicaragua, me buscó otra vez para decirme que le había platicado a Regino Díaz Redondo que yo era buen reportero, preparado, miembro entonces del Partido Comunista Mexicano. Aunque El Tovarich voló la nota al exagerar mis capacidades, le agradecí por sus elogios inmerecidos. Pero no era todo. Me informó que el Director de Excélsior me recibiría para contratarme. Por cierto, olvidé el día de la cita pactada, pero pude reponerla después. Regino atendió la gestión de Roberto. Ese fue otro gran gesto voluntario para alguien que no era su amigo.
TRES. Las trayectorias de ambos siguieron sus propios senderos. El Tovarich de fue de Excélsior en 1982. Siguió explotando su don de periodista en el programa Enfoque Periodístico de Canal 11 y en el IMER; como coordinador de información del INAH; subdirector de información del DDF; regresó a El Día para abrir la columna que sigue haciendo y luego la llevó a El Nacional. Cercano a Leonardo Ramírez Pomar se encargó una temporada de la Gaceta UNAM y así.
Nos volvimos a acercar en 2013 cuando compartía un programa de entrevistas con Sara Lovera y José Reveles en Canal 21 del GDF, al que fui invitado varias veces como representante de la Casa de los Derechos de Periodistas. De esas ocasiones se enteró que esta es una asociación civil para ayudar a la protección de periodistas, que nos restringía mucho la falta de recursos y que hasta el mobiliario de trabajo era prestado.
Y, otra vez, sin petición de por medio, Roberto recordó que él tenía en bodega un escritorio grande de metal y madera, más un sillón para ejecutivo verde de vinil que le había regalado el columnista Manuel Buendía. Ambos muebles tenían también un alto valor histórico y no obstante decidió donarlos a la Asociación. Luego me enteré que él trabajaba sobre un pequeñísimo escritorio y una silla que le urgía ser sustituida de su oficina-departamento de siempre de la calle Tejocotes. Otro obsequio, por iniciativa propia, del periodista-solidario.
Veré a Roberto el miércoles 29 de abril en la Casa del Libro de la UNAM de Puebla y Orizaba de la colonia Roma. Le diré de estas evocaciones para mi espejo, y que reconocí, nuevamente, que cada uno somos edificados con lo mejor de otros. Gracias por ser El Tovarich.
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Reportero desde 1997.