Miles de mexicanos se han convertido en la minoría hispana más importante de la Costa Este de Estados Unidos. Pero como ocurre con millones de paisanos, trabajan con la idea de tener un regreso exitoso a México, a pesar de saber que es un sueño virtualmente imposible
Texto: Alberto Nájar
Fotos: Moisés Zúñiga Santiago
NUEVA YORK.- Los edificios de departamentos de Elmhursts, en Queens, se parecen todos: lucen viejos, con poco mantenimiento. Las escaleras oscuras, elevadores sin funcionar y grafiti en sus fachadas uniforman el ambiente.
No es lo único en que se parecen. En los viejos departamentos viven miles de mexicanos –la mayoría sin documentos migratorios– que desde hace décadas dieron identidad a la zona.
Elmhursts es el barrio más mexicano de la Costa Este de Estados Unidos. En sus calles pocos hablan inglés, y los jueves de cada semana su avenida principal se convierte en un enorme tianguis.
De aquí sale la mano de obra que sostiene la vida turística de Manhattan. Todos los días miles abordan el Metro para emprender un viaje que dura más de una hora hasta la zona de restaurantes y hoteles al otro lado del Río Este.
Cupertino Meléndez Santos es uno de ellos. El joven de 28 años de edad ha pasado la mitad de su vida en Nueva York, a donde llegó con sus padres y hermanos desde Atlixco, Puebla.
Como miles de personas que han abandonado el estado en las últimas décadas, la familia dejó todo para buscar una mejor vida.
Ahora están separados. Cupertino vive en Queens con un hermano. Otros dos están con los padres en Pennsyvania. En Puebla sólo quedan una hermana, los abuelos y algunos primos.
La vida del joven ahora está aquí, al igual que otros miles de poblanos que emigraron en las últimas décadas.
Ellos fueron los primeros mexicanos en llegar a esta ciudad, y por eso durante mucho tiempo se convirtieron en la mayoría de la comunidad hispana sólo después de los puertorriqueños, destronados de ese sitio hace más de una década.
Los hispanos desplazaron a los afroamericanos como la primera minoría étnica, y de ellos los mexicanos se encuentran a la cabeza de la lista.
Datos de la Oficina del Censo de Estados Unidos y de organismos académicos como el Pew Hispanic Center indican que en apenas una centena de los 3,141 condados de ese país no existen mexicanos.
Y por el contrario hay otros, como Santa Ana, California, donde los migrantes de México –especialmente de Jalisco y Michoacán- representan la mayoría de la población.
Nueva York reproduce ese nuevo escenario. La Gran Manzana alberga a mexicanos de Tlaxcala, Hidalgo, Morelos, Veracruz, Oaxaca, Distrito Federal, Estado de México y por supuesto, de Puebla.
Hasta hace unos años los poblanos eran el grupo más numeroso. Por ellos todavía se conoce a la ciudad como Pueblayork.
Los migrantes de Puebla son emblemáticos. Sus redes de apoyo mantienen un fuerte vínculo con sus comunidades de origen, reciben y protegen a los recién llegados.
Pero no van más allá. Para muchos como Cupertino su estancia en esta metrópoli es temporal. “Voy a estar unos años para terminar la casa en el pueblo y poner un negocio”, dice.
“Aquí siempre estamos en el riesgo de que nos deporten. Y yo digo, si no nos quieren pues no podemos quedarnos, pero la verdad es que aquí nos necesitan”.
La añeja discusión. El país que repudia a los inmigrantes necesita de su trabajo para sostener su nivel de vida. Por más incómoda que, dicen políticos como Donald Trump, se haya convertido en estos años.
El problema es más profundo. Más allá de la oratoria electoral los mexicanos se resisten a aceptar su nueva realidad: su vida está en los barrios estadunidenses que han conquistado.
Al mismo tiempo permanecen ajenos a la posibilidad de integrarse. Un dato lo evidencia. De entre los migrantes de todo el mundo que viven en Estados Unidos los mexicanos son los que tienen las tasas más bajas de ciudadanización, por debajo incluso de argentinos, indúes o dominicanos.
Aunque para muchos no tiene sentido el regreso, la esperanza de hacerlo les mantiene activos, los despierta cada mañana y mitiga humillaciones o maltrato.
El sueño de volver exitosos se ha convertido en limbo perenne. No se quieren quedar, pero no pueden irse.
Los estadunidenses gustan presumir que Nueva York es una de las ciudades más cosmopolitas del mundo, el sitio donde nacen las tendencias que brincan fronteras en moda, arte, comida…
Pero casi siempre olvidan al origen de ese parto. La construcción, turismo, gastronomía y la operación de los edificios de lujo dependen de la mano de obra migrante. Y muchos brazos que la empuñan son mexicanos.
La alcaldía de la ciudad reconoce, por ejemplo, que siete de cada diez trabajadores de hoteles y restaurantes son mexicanos. En la industria de la construcción pierden terreno con migrantes de China o Colombia, pero a cambio empiezan a competir en el mercado con sus propias compañías de taxis, por ejemplo.
Joel Magallán, fundador de la Asociación Tepeyac de Nueva York, cree que los mexicanos viven ahora una segunda etapa del círculo migratorio.
“Son el grupo de trabajo más numeroso y han logrado un ascenso. Por decirlo de alguna manera pasaron de lavar platos a ser cocineros o servir las mesas”, explica
“Quienes lavan platos son recién llegados como los africanos, ellos están ahora tan oprimidos como algún tiempo vivieron los mexicanos”.
Un dato describe el nuevo panorama para este sector. Los migrantes de Ecuador o Colombia, por ejemplo, están obligados a aceptar cualquier empleo incluso con sueldo inferior al salario mínimo.
Y es que para un migrante de esa región llegar a Nueva York le costó 15.000 dólares, tres veces más que a un colega de México, un viaje que se pagó con deudas de la familia. Así, a estas personas les urge reunir el dinero para pagarlas.
“Tienen que jugársela y ganar el puesto. Están vendidos a los patrones, no se quejan porque no pueden irse, aunque cobren el salario más bajo”.
Otra es la circunstancia de los mexicanos. Muchas veces, dice Magallán, “se dan el lujo de elegir el empleo donde mejor le paguen”, incluso algunos –sobre todo los cocineros- suelen tener varias ofertas para analizar.
¿Soberbia? No, dice el activista. Es experiencia. “Ellos pueden preparar comida japonesa, árabe o italiana, y saben del manejo de un restaurante”.
Claro que no todos tienen esas habilidades y muchos de ellos, sobre todo los recién llegados, deben abrirse camino con largas jornadas, a veces sin descanso y todavía abundan los casos de abusos laborales.
Pero a ellos les tocó brecha abierta. Los primeros mexicanos en Nueva York llegaron hace mucho tiempo, aunque los registros oficiales hablan de al menos 60 años.
Como casi todas las comunidades de paisanos en Estados Unidos se mantuvieron con un perfil bajo, dedicados a sobrevivir y enviar remesas a sus comunidades al sur del Río Bravo.
En México, empeñados el gobierno y sociedad en negar la creciente intimidad binacional con Estados Unidos, aceptaron su decisión de “inexistencia”.
Pero el ataque a las Torres Gemelas en septiembre de 2001 cambió el escenario.
En las primeras horas de confusión y desconcierto, mientras los edificios del Centro Mundial de Comercio se volvían millones de partículas, la Asociación Tepeyac se convirtió en el único punto de información sobre el destino de los mexicanos que limpiaban las oficinas y baños, que servían café en la planta baja o entregaban la correspondencia en el sitio del ataque.
Cuando los diplomáticos del Consulado mexicano miraban azorados la transmisión de CNN, Magallán y sus compañeros prepararon listas de eventuales desaparecidos, atendieron el teléfono, enviaron decenas de voluntarios a Wall Street para localizar al primo, amigo, novia, conocido…
El trabajo de la Asociación Tepeyac atrajo reflectores, pero en el fondo no fue más que una respuesta a la silenciosa organización comunitaria que ya existía en la Gran Manzana.
Un proceso que se ha prolongado por más de una década. Y no se ve cuándo termine su desarrollo, porque si bien los mexicanos de Nueva York empiezan a asegurar su ingreso, en otros terrenos siguen atorados.
La organización política es uno de ellos. Y la indecisión de quedarse en el país que adoptaron es otro.
El empresario Jaime Lucero sabe de eso. Durante el gobierno del ex presidente Vicente Fox (2000-2006), fue celebrado en México como ejemplo del migrante exitoso, el que superó todos los retos y logró triunfar en Estados Unidos.
Fox y Jaime Hernández, a quien designó como su representante en la comunidad mexicana en este país, le convencieron de encabezar el programa llamado “Adopta una Comunidad”, en el que migrantes adinerados invertían dólares en México para crear empleos… Y evitar la migración.
De manera informal se le conoció como programa “Padrinos”, y Lucero fue uno de los más conocidos. Pero el gobierno que le llamó “héroe” lo traicionó. En 2005 en la frontera de Nuevo Laredo la Secretaría de Hacienda le confiscó un embarque de telas para su maquiladora de ropa en San Salvador El Seco, Puebla.
De nada sirvió alegar que la mercancía era legal, y que serviría para mantener el empleo de cientos de jóvenes como lo había pedido Fox. Lucero nunca recuperó las telas. Perdió 15 millones de dólares y algo más importante: la confianza en su país de origen.
Entonces decidió que sólo volvería “hasta que se haya terminado la corrupción en México”.
— Entonces nunca va a regresar, don Jaime.
— Claro que sí, nunca se pierde la esperanza. Pero mientras hay que prepararnos acá.
Ya lo hace. Desde hace algunos años el empresario y la organización que fundó, Casa Puebla, establecieron un programa de becas para jóvenes inmigrantes y mexicanos nacidos en la ciudad para que puedan graduarse en las universidades.
La mayor parte de los subsidios son para carreras vinculadas con el derecho y la política, porque Lucero cree que es momento de que la comunidad mexicana asuma su peso real en la comunidad.
“Y para eso hay que ganarse los puestos, hay que estar en el cabildo, en donde se puede influir”, dice.
Hasta ahora existe un divorcio entre la comunidad mexicana y los representantes políticos. En las elecciones de noviembre, por ejemplo, el candidato considerado como “hispano” al congreso local es un joven neoyorquino que no habla español.
“Y así no puede entendernos, no sabe lo que se necesita”, dice Joel Magallán.
Un tema que pocos entre los miles de mexico-neoyorkinos entienden. Para ellos lo fundamental es cumplir la jornada cotidiana, enviar a tiempo las remesas y mantener la discreción que evita las deportaciones.
El limbo, entonces, permanece.