Son héroes caídos en desgracia. Dejan en la nación por la que pelearon en batallas a sus hijos, esposas madres, familiares, amigos. El país al que defendieron les dio una cruel lección: de nada sirve arriesgar la vida para convertirse en estadounidense. Son veteranos deportados por cometer un delito. Glorias desechables
Ningún veterano de guerra en Estados Unidos imagina tener un final tan amargo como el del soldado Héctor Barrios.
El tijuanense emigró a los Estados Unidos cuando tenía 18 años, en 1961. Seis años después se enlistó en el ejército estadounidense y fue enviado a Vietnam a pelear con la Primera División de Caballería. La esquirla de una bomba vietnamita terminó con su viaje en 1969 y Héctor regresó a su casa en Los Ángeles con una herida en la cabeza y la condecoración más antigua otorgada por el ejército norteamericano: el Corazón Púrpura.
Pero Vietnam lo persiguió el resto de su vida. La guerra le llegaba a Barrios en sueños, en olores, en sabores o a veces solamente llegaba, sin avisar. La mariguana le ayudaba con el trastorno por estrés postraumático y con las explosiones descontroladas de adrenalina. Una noche, el ruido de una compactadora lo hizo brincar de su cama y corrió al techo de su casa aterrado, para pelear o huir en una trinchera imaginaria.
En 1999, Barrios fue detenido por posesión de mariguana y deportado a México. En Tijuana vivió de barrer y limpiar un carrito de tacos por 50 pesos diarios. Perdió la atención médica y la pensión económica que recibía del U.S. Department of Veterans Affairs.
El hombre condecorado por el Ejército estadunidense murió a los 71 años, pobre y lejos de su familia.
La muerte de Barrios, en abril de 2013, fue la primera de un veterano de guerra deportado en México. Sus compañeros, amigos y familiares pidieron al Presidente de Estados Unidos, Barak Obama, que permita el regreso a todos los ex militares deportados para que puedan gozar de los derechos de salud y retiro.
Su historia es la de decenas de veteranos de guerra que nunca pudieron regularizar su situación y que han sido deportados por cometer algún delito. Dejan en el país por el que pelearon a sus hijos, esposas, madres, familiares, amigos, pero se llevan a sus lugares de origen las secuelas de la guerra.
Es uno de los aspectos poco conocidos de la migración a Estados Unidos, país donde miles de jóvenes extranjeros se han enlistado en las fuerzas armadas con la idea de que al arriesgas su vida el país por el que combaten los admitirá como uno de los suyos. Pero es una esperanza que muere al terminar el servicio, cuando los traumas de la guerra hace más difícil su adaptación a la sociedad que, incluso antes de portar un uniforme, ya los despreciaba. Organizaciones civiles conocen el caso de unos 500 ex militares mexicanos que fueron deportados a su país, pero la cifra puede ser mayor pues muchos regresan en silencio a sus comunidades de origen. Otros se quedan en las ciudades de la frontera.
En Tijuana, el único refugio que Héctor encontró fue con otros veteranos deportados, muchos llegados de Irak, del Golfo Pérsico, Kosovo, Afganistán, Vietnam y de las bases americanas alrededor del mundo.
“Él es nuestro hermano: lo dejaron caer”, dice Alex Murillo, un ex marino nacido en Sonora que fue deportado en 2011 por manejar un camión que transportaba mariguana, aunque él asegura que no lo sabía.
“Yo solemnemente juro (o afirmo) apoyar y defender la Constitución de los Estados Unidos en contra de todos los enemigos, extranjeros o domésticos; apoyaré con lealtad y fe. Yo obedeceré las órdenes del Presidente de los Estados Unidos y las órdenes de los oficiales designados sobre mí de acuerdo con las regulaciones y conforme al Código Militar de Justicia. Entonces ayúdame Dios” (Juramento de alistamiento de la U.S. Army)
Héctor Barajas lleva puesto un traje verde olivo perfectamente alineado y una boina roja. Las condecoraciones le cuelgan de un saco que deja relucir los dobleces que siguió la plancha desde el cuello hasta el dobladillo del pantalón. El hombre, de 45 años y originario de Fresnillo, Zacatecas, llega al Parque Binacional de Tijuana en busca de apoyo para Veterans Without Borders, la organización que fundó y que busca reunir a ex militares que quieren regresar con sus familias en Estados Unidos.
En el Parque Binacional en Playas de Tijuana se abre una de las vallas de la frontera para que familiares del lado mexicano y estadunidense se puedan ver cada domingo, separados por una reja. Ahí Barajas se reúne con otras organizaciones civiles para ganar apoyo.
“Es con lo que me quedé”, dice sobre su uniforme, con un español que bordea los límites del inglés.
Orgulloso de lo que llama “su binacionalidad”, este veterano que llegó a Estados Unidos cuando tenía 7 años cuenta cómo, después de haber jurado por su país fue expulsado porque, borracho, le disparó a un coche en movimiento.
Antes, fue paracaidista en Carolina del Norte. Sus padres viven en Los Ángeles, California. Su hija y su esposa lo esperan allá.
“Nos pusimos en riesgo por ese país”, resume Barajas.
Una situación similar es la de Fabián Rebolledo, originario de Cuernavaca, y a quien la esperanza de ser el primero de su familia en convertirse en ciudadano norteamericano lo impulsó a enlistarse en el Ejército. Pensó que lo había logrado después de servir en una compañía de paracaidistas en Kosovo, en 1999, donde le asignaron la tarea de barrer la destrucción de los aviones y los cadáveres desmembrados. “Me volví más frío, me hice más duro”, explicó en un seminario en el Colegio de la Frontera Norte.
Cuando regresó a Los Ángeles se dedicó a trabajar en empleos comunes entre indocumentados y se dio cuenta de que haberse enlistado en el ejército no lo convertía en ciudadano norteamericano. “Sólo acelera el proceso”, le dijeron. Trabajó haciendo mantenimiento en casas hasta que fue acusado por tratar de hacer un fraude financiero al tratar de cobrar un cheque sin fondos por 750 dólares.
Fue encarcelado y deportado, como a cualquier otra persona que vive sin documentos migratorios en Estados Unidos.
Héctor Barrios, Héctor Barajas y Fabián Rebolledo tienen algo más en común: cuando regresaron, no había nadie del lado mexicano de la frontera para recibirlos. Llegaron a las calles de una ciudad que apenas conocían y cargaban los recuerdos de un país que los expulsó. Del país que juraron defender.
Recientemente, el veterano deportado Gerardo García fue encontrado muerto por una sobredosis de drogas en un hotel de Tijuana.
Los suicidios son cotidianos en ex militares de guerra, según el Departamento de Asuntos de Veteranos (Department of Veterans Affairs). El informe “Suicide Data Report 2012” revela que más de veinte soldados se suicidaron cada día desde 1990 hasta el 2010, lo que equivale a más de 87,600 ex militares.
Según el mismo informe 5.4 por ciento de ellos son hispanos, aunque no suma los suicidios de veteranos que se efectuaron en Texas ni California, lugares con la mayor población hispana, tampoco los suicidios ocurridos en México son contabilizados.
Gerardo García murió desprotegido por la ley americana y lejos de la Línea de Crisis, una línea telefónica que soporta y apoya a veteranos que están en riesgo de cometer suicidio.
Fue expulsado con su hermano Agustín García, quien vive en Tijuana en un centro de rehabilitación donde pelea con su adicción al alcohol. Según sus compañeros, lidiar con la tensión de la deportación y los recuerdos de la guerra es más difícil lejos de su familia.
Para Alex Murillo, en cambio, mantenerse ocupado lo hace salir adelante; por eso fundó un equipo de futbol americano en Rosarito que él “couchea”.
El hombre, de 37 años y padre de 5 hijos, apenas habla español. En la armada trabajó en un portaviones. Ahora, dice, utiliza las reglas básicas que le enseñaron en la guerra para salir adelante en Rosarito, cerca de Tijuana: “improvisar, adaptarse y vencer”.
“Nos pueden sacar de nuestro país pero no pueden sacar a nuestro país de nosotros”, dice Murillo.
El fenómeno de los veteranos deportados se acrecentó en 1996, cuando Bill Clinton aumentó la cantidad de delitos que pueden ser castigados con la deportación para los indocumentados; ahora conducir en estado de ebriedad una bicicleta, por ejemplo, es motivo de deportación.
Aunque no hay un registro oficial de veteranos deportados, la organización de Héctor Barajas ha contactado con 500 ex militares deportados en 19 países, gente devuelta después de haber estado en servicio.
Los ex combatientes deportados condecorados ahora solo tienen tres formas de regresar a lo que consideran su patria: si cambia la legislación, si el presidente lo ordena o si se mueren.
Si quisieran ser enterrados en un panteón militar, después del réquiem, un oficial entregará la bandera estadounidense a sus familiares y les dirá:
“En el nombre del presidente de los Estados Unidos y el pueblo de una nación agradecida, le doy esta bandera como símbolo o reconocimiento por el servicio honorable y fiel dado por su ser querido a esta nación”.
Nada más.
En Veteranos sin Fronteras conservan disciplina y educación militar. Este año inauguraron su albergue para veteranos y siguen dando una batalla jurídica por regresar a lo que consideran su patria.
Cuando encuentran a un exmilitar viviendo en la calle, por casualidad o porque simplemente llega en busca de apoyo, Héctor Barajas le entrega una playera con el lema de la organización, que es el mismo que les hicieron aprenderse cuando estaban en combate: “No dejamos a ningún hombre atrás”.
Texto: José Ignacio de Alba
Imágenes: Prometeo Lucero