Miradas de reportero
Por Rogelio Hernández López
Esa tarde, otra vez lo agrietó el descreimiento; en lugar de sentir alegría como indica la lógica, se sentía avasallado por su escepticismo crónico. Era el día que cumplía legalmente 67 años y esos momentos atizan los balances, los recuentos.
En unas cuantas horas le habían puesto 186 felicitaciones en su muro de Facebook, le habían llamado casi veinte veces por lo mismo, había recibido 12 mensajes por el Messenger y otros tantos SMS a su celular personal. Se declaró incapaz de entender los significados profundos y específicos de que, entre tantas atenciones, muchas fuesen más allá de la formalidad.
–¿Habrá alguien en el mundo que pueda haber construido y mantenido tantas amistades? Es probable, pero no es mi caso, O ¿Quizá sí?—pinponeaban los pensamientos del veterano. –Por si sí, agradeceré a cada persona o mejor intentaré una oda a la amistad, como homenaje a todas y cada una—trazaba con una sonrisa, queriendo ahuyentar a su ya persistente depresión.
Repasó mentalmente los trayectos que ha recorrido en 40 años como reportero, que por cierto también se cumplían ese 2017…
—Si he podido conocer y abrevar de cientos de personas. Desde aquella veintena de mujeres y hombres con los que, en 1977, todavía soñábamos en reducir las injusticias sociales; éramos la redacción del semanario Oposición (órgano oficial del Partido Comunista Mexicano, decía su lema bajo el cabezal) —. El veterano ubicaba bien esa estación de vida, no solo porque aprendió lo que eran las convicciones con los comunistas de los de antes, sino también porque allí cobró sus primeros salarios como reportero.
Luego su memoria, en modo película rápida, lo hizo repasar lo aprendido de otras 500 personas o más, con las que convivió en aquel pequeñísimo ciclo en Prensa Latina, Interviú y unomásuno, luego en el semanario Dí, en Sucesos para Todos, después la etapa larga de once años en Excélsior, donde pidió permiso para ya no seguir investigando sobre Manuel Buendía y se fue a dirigir un año la Revista del Consumidor.
–Sí fue la vez que tuve más miedo– acepta el veterano–. Y mucho. Temía a que en algún momento atinaran los que atentaron contra su madre, balacearon a su hermano, le saquearan su camionetilla familiar, asaltaron su casa y lo tirotearon junto a su amigo el policía de la DFS. –¡Pinche Octavio, me salvó la vida al menos dos veces y yo no supe recompensar a esa amistad sincera cuando él lo necesitó…–Otra vez lo entristecedor.
Involuntariamente proseguía como cinta su paso por CNI-Canal 40 y luego como coordinador de información de la UNAM sin tener título de licenciatura, tanto por la benevolencia institucional como la generosidad de Leonardo Ramírez Pomar. Allí también aprendió de las ganas de ser y de crecer de los reporteros a los que comandó: una decena de mujeres y hombres entonces muy jóvenes y que 30 años después alcanzaron muchos de sus sueños y algunos hasta suponen que él algo aportó.
Después miró en pensamientos a quienes conoció en Radio Acir, El Universal, la Subsecretaría de Población en la Segob como reportero investigador, en Milenio casi diez años, hasta estos días en Capital Media. Cientos y cientos de periodistas. Mucha gente que en este planeta del periodismo le ha regalado trato respetuoso, varias con afecto sincero y que, sobre todo, le han ejemplificado sus formas de ser, con muchas pautas éticas, que les ha copiado.
–Es una gran mentira que todo periodista sea sinónimo de fatuidad, desconfianza o corrupción—concluía el veterano y se le avivaban los ojos— toda persona somos resultado de lo que tomamos de otras o de las fortalezas de nuestros cercanos—parafraseaba aquella sentencia que tanto repite de Milan Kundera cuando busca, una y otra vez, de qué está hecho él mismo.
–Entonces, si conozco a tanta gente de mi profesión ¿por qué me recurre la soledad? Seguro que es por mí –se acusaba—No se construir ni alimentar las amistades. Siento que se disipan por mi desatención—.
Se negó a considerar amigos entre políticos, de los cientos que también ha conocido. Cuando ellos y los periodistas hacen demasiada cercanía se convierte en maridaje que engaña a la gente.
–Sinceros, confiables, de veras que son muy pocos los políticos–- hurgó y logró poner a salvo en su enjuiciante memoria a los perfiles de Alejandro Varas de la izquierda-izquierda, de José Ángel Pescador desde que estaba en el PRI, de Gonzálo Altamirano Dimas cuando fue vocero en el PAN.
–Sí, a estos les debo fraternidad, generosidades, para que pudiera hacer un libro, tener empleo cuando me urgía, y confianza sincera. Y tampoco he correspondido lo suficiente—se punzaba de nuevo.
–En el periodismo, ignoro de verdad por qué desde hace 35 años persisten en mantenerme aprecio, darme buen trato y hasta respeto, esos ya también viejos reporteros: Alberto, Carlos, Chucho, Julio, Pepe, el otro Carlos, Raymundo. Con ellos aprendí cómo deben ser los profesionales, el valor de la honestidad y que los amigos no ponen condiciones para serlo…–. La alegría y amargura del veterano seguían batallando entre sí.
La recapitulación escénica de tantos años no cesaba esa noche que terminaba de cumplir 67 años menos de vida. Al entreverarse agradecimientos con la dolencia de no saber ser recíproco, el alma se estruja, si ésta existiera.
Esa particular forma de razonar y proceder le había empujado, ese día, a no regresar a su oficina después de comer. Lo hizo para huir de posibles felicitaciones personales. Incluso desde semanas antes había pedido que, por favor se corriera la voz que nadie intentara hacer, para su caso, lo que hacen burócratas en oficinas, o sea adornos, pastel, las mañanitas y regalos.
—Soy reportero, muy malhablado y no acepto regalos—había repetido demasiadas veces recientemente al tratar de definirse. Sabe que eso es verosímil si se apareja a su expresión facial cada vez más marcada de dureza, a esa mirada tan directa que agrede y a las frases lapidarias y altisonantes que le bullen sin esfuerzo.
En el fondo, el veterano sabe que no sabe quién es a ciencia cierta. A pesar de lo viejo no le ha llegado la sabiduría, por ejemplo no puede explicar lo contradictorio de sentir al mismo tiempo sonrojo, tristeza y soledad frente a las demostraciones de afecto que ha tenido toda su vida. En algún momento de ese día quiso aplastar tales sensaciones e intento escribir una oda a la amistad para quienes lo congratulan, pero su espíritu escéptico de reportero y su escaso desarrollo como escritor se lo impidieron porque como los poetas podría exagerar y mentir. Ese es otro miedo.
Sólo se le ocurrió decirles gracias a todas y todos por su afecto y hacerles saber, con la simpleza a la que orilla la nostálgica vejez que, para él la amistad –por sí sola– es El regalo.