El Campanario es uno de los cerros más altos de El Cerrón o, por lo menos, el que más recuerdo, mi abuelo Lindo sembraba en él. Todavía recuerdo lo ricas que eran las calabazas asadas y los elotes. Sin olvidar las calabacitas tiernas cocidas con sal, ajo y cebolla.
No faltaban los ejotes cocidos en pequeñas ollas de barro para una familia que no me parecía para nada numerosa, la combinación de aquellos alimentos me daba la sensación de abundancia. Eran los tiempos en que no tenía conciencia de las tribulaciones de los padres y los abuelos.
Aquella montaña tiene unas vistas preciosas, se puede apreciar la salida del sol allá por la punta de Shobeo y cómo se oculta al atardecer allá a lo lejos rumbo al Valle de Ocotlán en las cumbres de desconocidos montes de la Sierra Sur de Oaxaca, mi tierra, mi sierra con olor a resina de pino.
Qué puede estar pensando el padre de una hija cuando a la hora de despedirle, de decirle que el trabajo, que la casa familiar sin ella ya no será lo mismo le regala una barreta, una barreta para hacer hoyos en la tierra, para sembrar, para cercar. Una barreta como único regalo de bodas.
Trabajar la tierra junto a su marido era el destino para alguien que, igual que sus padres, igual que sus abuelas y abuelos, no fue un solo día a la escuela. Con sus 17 años recién cumplidos se marchaba del hogar paterno para formar su propio hogar. Ya volvería a casa, al campo, al racho.
Dos años les bastaron para dejar atrás la vida de peones, de dependencia de un patrón; el primero para pagar las deudas de la boda trabajando ajeno, el segundo trabajando a medias para lograr la autosuficiencia alimentaria. Cosechar suficiente para todo el año daba independencia.
Maíz y frijol suficiente para ir a buscar su propia roza y empezar de nuevo en un pedazo de tierra propio roza, tumba y quema para volver a sembrar, y fue junto a la roza de papá Lindo en El Campanario. Por eso nos quedaba tan cerca, por eso los recuerdos de la familia grande.
Los hijos empezamos a llegar uno tras otro, somos una familia que festeja cumpleaños todos los meses del año, aunque sea un chocolatito para el hijo, el nieto, el hermano o el sobrino. No pueden faltar, aunque sea de lejos, el festejo o por lo menos el recordatorio del santo.
Fue un 09 de enero, en el campo había pasado casi desapercibida la fiesta de los Reyes Magos, mi madre estaba a punto de dar a luz a su segundo hijo y mi padre no regresaba del trabajo. En cuanto llegó hubo que recoger unas cuantas cosas y agarrar camino a la población, de madrugada.
No había más que un burro y lo que resultaba más pesado era bajar el inclinado camino de la barranca de Yigoteche, curvas cerradas y pedregosas en las que era imposible ir montada en el burro ya con los dolores de parto encima mientras el marido cargaba al hijo y jalaba el burro.
Por fin llegaron al arroyo, unas cuantas curvas y fue imposible avanzar más. Mi hermana estaba naciendo, buscaron un espacio donde acomodarse e iniciaba mi padre su vida de partero. No hubo cama ni tijeras esterilizadas para cortar el cordón umbilical. Sólo Cuchillo de campesino.
Sí, mañana tenemos cumpleaños. Ahora sí que somos una familia numerosa y, aunque las hijas e hijos no hemos querido tener muchos hijos, nuestros padres ya cuentan con una buena cantidad de nietos y hasta bisnietos. Lo más importante es que nadie tenga que nacer en un arroyo.
Hace falta trabajar muy duro para que nadie más tenga que nacer en una barranca, en un arroyo, para que nadie en el mundo pase hambre, para que nadie en el mundo deje de ir a la escuela, para que nadie en el mundo tenga que abandonar aquella tierra, aquellos seres que tanto ama.
Amor y paz.
Desde un rincón del exilio,
Juan Sosa Maldonado
Defensor de Derechos Humanos